empresa la habían heredado después de la muerte repentina (pero natural) por infarto del padre de ella.
No dudaron en coger las riendas de la panadería, que estaba muy bien ubicada y que hacía unas cajas suficientes para vivir ella, él y su hijo de 4 años. Trabajaban cada uno unas 16 horas
diarias, todos los días de la semana y tenían una empleada que les ayudaba a cuadrar el horario.
Un día apareció un asesor, que nunca se había ensuciado las manos de harina y les proyectó una ampliación del negocio que les supondría un incremento del 315,56% de rentabilidad respecto a la rentabilidad que ahora sacaban, que era del 33%. Tenían que alquilar un local que estaba en la otra punta del pueblo (donde aun no era comercial, pero donde se estaban construyendo edificios y naves industriales) y transformarlo en despacho de pan y cafetería. La pareja de emprendedores, al ver las cifras propuestas por el asesor, se interesaron por el proyecto e iniciaron los esfuerzos para la ampliación, pagando al asesor sus honorarios (que ascendían a 7 veces el sueldo de la empleada) e hipotecaron la panadería para poder financiar una parte de las obras del nuevo local.
Las dos panaderías marchaban muy bien, la clientela apreciaba el pan artesano y sus pastas. Podían pagar perfectamente los créditos, los empleados y les quedaba un rincón para ahorrar y otro rincón para ir de cenas, las pocas veces que el horario lo permitía, con el de la tienda de ropa y la peluquera del barrio que había conseguido montar tres peluquerías. También quedaba dinero suficiente para pagar las salidas de fin de semana de su hijo, que ya tenía 16 años. El hijo era un buen estudiante, tenía talento, se merecía salir con sus amigos. Él tenía claro que no quería seguir con el negocio familiar, tenía mucho talento y claro alguien con tanto talento lo mejor que podía hacer era trabajar de funcionario o trabajar en una multinacional.
El negocio familiar sólo le traería dolores de cabeza. Sus padres le apoyaban y pensaban que en un futuro el traspaso del negocio a un tercero les pagaría una buena jubilación, el propietario del restaurante del pueblo así lo había hecho y le había salido muy bien la jugada.
Un buen día el asesor volvió a aparecer y propuso asociarse con la pareja y montar dos "cafeterías-panaderías" más en el pueblo vecino y posteriormente ampliar el negocio en otros pueblos. De otra manera algún vecino se les avanzaría montando un negocio mejor, era necesario ampliar el negocio. Ellos le comentaron que el obrador no era suficiente como para abastecer a tanto público y el asesor les dijo que lo mejor que podían hacer era convertir el obrador en una cámara frigorífica de congelación y comprar el pan y las pastas a un mayorista, sólo tenían que hornearlo. Ya quedaban pocas panaderías que hacían pan artesano, el asesor decía que comprando el pan congelado ya no se tendrían que pasar las
noches haciendo pan y que mejorarían su calidad de vida. Estos grandes mayoristas compraban la harina en grandes cantidades y subieron tanto el precio que los países subdesarrollados ya no podían acceder al alimento básico, pero daba igual estaban lejos. También pactaron con el asesor que continuarían diciendo a la gente que el pan era artesano, total el obrador tenía acceso desde una calle donde no pasaba nadie, nadie se iba a enterar. El asesor pasó a ser socio minoritario a cambio de gestionar el entramado empresarial. La familia tuvo que hipotecar el piso donde vivían y la panadería inicial para poder pagar las obras de los dos locales nuevos, que esta vez costaban el doble respecto a la segunda tienda que montaron, porque tenían que pagar a un ingeniero y a unos instaladores
profesionales de etiqueta (que en vez de hablar chaporreaban) porque las exigencias legales de instalación para montar negocios habían cambiado y era de menester hacer las cosas bien.
El negocio marchaba bien y decidieron comprar una casa a través de otro crédito hipotecario, el niño ya no era niño y trabajaba en una multinacional, tenía talento el chaval y había estudiado para eso.
El pueblo crecía cada vez más, distintas competencias locales y de los pueblos cercanos montaban panaderías, las naves industriales se pagaban a precio de oro y el precio de los alquileres de los locales comerciales se dispararon a precios desorbitados. El precio de la casa que habían comprado se incrementaba a precios insospechados y el chico que trabajaba en la multinacional se compró un descapotable nuevo, un Range Rover y una casa en la Costa Brava. Todo financiado por el banco. Las cosas marchaban muy pero que muy bien.
Un buen día el asesor decidió vender su parte a la pareja porque necesitaba el dinero para demostrar garantías dinerarias delante del banco e invertir en un proyecto de una urbanización ubicada a 2 kilómetros del pueblo. Los terrenos antiguamente habían sido huertos y próximamente se trazaría una carretera.
El chaval de la multinacional era muy brillante y anunció a sus padres que se iba a vivir en un país emergente, ya que la multinacional trasladaba su unidad productiva en un País donde el suelo y los sueldos eran más bajos. De no ser así la competencia de la multinacional, que ya se había marchado a otro País más barato, lograría vender más porque vendía sus productos más baratos. Los padres ya empezaban a ser mayores y pusieron en venta la empresa por si sonaba la flauta, ¡la peluquera había logrado vender sus peluquerías y se compró una casa en la Costa!
Las ventas de las panaderías empezaron a bajar, continuaban siendo rentables, pero los alquileres subían sin parar por los aumentos del IPC (índices de precio al consumo). Cada día se hacía más difícil pagar las hipotecas y no surgía ningún comprador para las panaderías. Ellos veían como las cosas en general ya no marchaban tan bien, no se construían tantos edificios y las nuevas urbanizaciones carecían de servicios básicos municipales porque no estaban lo suficientemente poblados.
Ya nadie se atrevía a comprar viviendas en las nuevas urbanizaciones. Las naves industriales empezaron a despoblarse y los habitantes del pueblo preferían cobrar el paro sin trabajar que irse a trabajar lejos del pueblo, cobrando lo mismo que en el paro pero pagando desplazamiento y dietas. La economía local cayó en picado, las multinacionales desaparecían, los bancos ya no daban préstamos a los emprendedores que querían montar pequeños negocios, los analistas sabían perfectamente que un pequeño emprendedor no era capaz de pagar aquellos alquileres con una actividad tradicional.
Los padres se convirtieron en abuelitos y ya no podían atender los negocios, un día apareció un chino y les compró la pequeña panadería, la que había fundado el abuelo, la que estaba mejor ubicada y les alquiló el primer pisito donde vivían inicialmente. Las otras panaderías tuvieron que cerrarlas y entregar las llaves porque el negocio ya no era rentable a causa del sobreendeudamiento familiar. El chino ofrecía el pan un 30% más barato respecto a las otras panaderías, él tenía mucha necesidad de trabajar y no se le caían los anillos para trabajar 16 horas diarias. Esto le permitía prescindir de trabajadores en la panadería y sacaba un margen suficiente para poder vivir. En el pisito vinieron a vivir la familia del chino y dos familias que le pagaban el total del alquiler al chino. Mientras el chino atendía en el despacho de pan, en el almacén (que había sido el antiguo obrador y posteriormente la cámara frigorífica) las tres familias cosían bolsos piratas que suministraban en depósito a los africanos de la ciudad más cercana para que los vendieran a los turistas.
El banco acabó embargando el piso y la casa de los viejos, ya que eran incapaces de pagar las hipotecas y vivieron felices y comieron perdices mientras vivieron moribundos durante 15 años en una residencia. Parecían dos esqueletos de entre los 30 esqueletos más de la residencia, aguantaban a base de pastillas químicas como si fueran un experimento. El hijo brillante, que por su desgracia pagaba parte de los costes de la residencia (la otra parte del coste se cubría mediante lo que restaba de lo que el banco no podía embargar de las pensiones de los viejos), les visitaba 1 vez al año, total ni se enteraban. Al brillante chaval, cada dos por tres, se le pasaba por la cabeza que ojalá que hubieran tenido una muerte digna como la del abuelo panadero.